La humanidad del genoma
Las razas no existen, por Alberto Kornblihtt en “La humanidad del genoma”
Podemos definir una especie como un conjunto de individuos capaces de dar descendencia fértil. El caballo es una especie porque sus individuos (caballos y yeguas, se entiende), por reproducción sexual, pueden dar descendencia que a su vez se reproduzca sexualmente. El burro es una especie por razones similares. Sin embargo, burro y caballo son especies diferentes si bien pueden dar descendencia -las mulas-, estas son estériles. En términos científicos se dice que entre los individuos que pertenecen a la misma especie existe libre flujo de genes.
Los individuos que pertenecen a una misma especie a menudo presentan diferencias genéticas. Esto es así porque, aunque para el individuo presenta dos alelos -dos variantes del mismo gen-, el número de alelos de un gen existente en la especie en su conjunto es generalmente mayor que dos. Un gen puede tener decenas de alelos diferentes, pero en cada individuo sólo habrá dos de ellos. Como ya vimos en el capítulo 2, si para un gen existieran en la población cuatro alelos, llamados a, b, c y d, en cada individuo podrá haber sólo una de las combinaciones siguientes: aa, ab, ac, ad, bb, bc, bd, cc, cd y dd. Las combinaciones de a dos de todos los alelos posibles de cada uno de los (otra vez) 20.000 genes hacen que cada individuo sea distinto del otro, pero no tan distinto como para no poder reproducirse con otro de la misma especie. Los individuos que tengan una proporción mayor de alelos en común serán más parecidos. El extremo son los gemelos univitelinos, que son los mismos alelos tienen exactamente genéticamente idénticos porque cada uno de sus genes.
Una raza es una subpoblación de individuos de una especie que tiene una alta homogeneidad genética, es decir que los individuos que la componen comparten muchos más alelos entre sí que con cualquier otro individuo de la misma especie, pero de otra raza. Los ovejeros alemanes son una raza de la especie perro (Canis familiaris) porque la distancia genética entre dos ovejeros cualesquiera es siempre menor que entre un ovejero y un salchicha, por ejemplo. Los salchicha son una raza porque la distancia genética entre dos salchicha es siempre menor que entre un salchicha y un labrador.
Ahora bien, las comparaciones de secuencias de ADN entre humanos indican que las grandes diferencias genéticas, de existir, tienen lugar entre individuos y no entre poblaciones. En términos más sencillos, por ejemplo, una persona caucásica (blanca) de Europa puede compartir muchas más variantes alélicas con un asiático o un africano que con otro europeo del mismo color de piel. Dos negros africanos pueden distar mucho más genéticamente entre sí que cualquiera de ellos respecto de un blanco. Esto hace, por ejemplo, que en muchos casos la histocompatibilidad (o sea, cuán compatibles son sus órganos y tejidos) entre un negro y un blanco sea mayor que entre dos individuos de la misma “raza” y, como consecuencia, un negro sea más apto que un blanco para donar un órgano de trasplante a otro blanco.
Estudios moleculares de Svante Paabo no hacen otra cosa que confirmar que las razas humanas no existen. Paabo dice [1] :
[Las llamadas “razas”] no se caracterizan por diferencias genéticas fijas. Se ha comprobado que las supuestas diferencias genéticas fijas entre razas se deben a un muestreo insuficiente. Además, debido a que el patrón principal de variación genética a lo ancho y a lo largo del globo forma un gradiente (continuo] …), la observación de diferencias genéticas entre “razas” se debe a errores de muestreo por estudiar poblaciones separadas por distancias geográficas grandes. En este contexto, vale la pena hacer notar que la historia de la colonización de los Estados Unidos es el resultado de un muestreo (parcial) de la población humana (a partir de] […] pueblos de Europa, África occidental y sudeste de Asia. Por consiguiente, el hecho de que los “grupos raciales” de los Estados Unidos difieran en frecuencias génicas no puede ser tomado como evidencia de que tales diferencias representan una verdadera subdivisión del reservorio genético humano a escala mundial.
[…] [E]n vez de pensar en “poblaciones”, “etnias” o “razas”, una manera más constructiva de pensar acerca de la variación genética humana es considerar al genoma de cada individuo particular como un mosaico de variantes de secuencia [en donde] […] cada uno de nosotros contiene una vasta proporción de la variación encontrada en nuestra especie.
El mismo concepto fue expresado en forma sencilla y elegante por el genetista brasileño Sérgio Pena: “No es que seamos todos iguales, sino que somos todos igualmente distintos”.
Todo parece indicar que ninguna “raza” humana tiene un grado de homogeneidad genética que la diferencie de las otras como para que sea lícito quitarle las comillas al término.
A conclusiones similares llegó un trabajo que analiza la estructura de las poblaciones humanas con métodos estadísticos publicado en la revista Science [2] . Si bien existen variantes genéticas que confieren a quien las porta riesgos mayores de padecer ciertas enfermedades o respuestas diferenciales al tratamiento con medicamentos, muy pocas de tales variantes están confinadas a una “raza” o población en particular como para criterio médico a aplicar al grupo entero. No obstante, existen diferencias observables en la incidencia de enfermedades los resultados de los tratamientos entre distintas poblaciones, pero no tienen nada que ver con la genética sino que están factores sociales, económicos o discriminatorios restringidos a ciertas poblaciones. La genetista norteamericana Mary-Claire King, quien ayudó a las abuelas de Plaza de Mayo a identificar a sus nietos raptados por la última dictadura militar argentina mediante el análisis de ADN, afirma al respecto en el mismo número de Science [3] . “La susceptibilidad a enfermedades puede estar agrupada genéticamente pero no geográficamente, geográficamente pero no genéticamente, de ninguna de las dos maneras, o de ambas”. Estos conceptos son una seria advertencia para las multinacionales farmacéuticas que, entusiasmadas por la farmacogenómica, se proponen diseñar fármacos hechos “a medida” de las características genéticas del paciente. Esta estrategia podrá funcionar para individuos aislados, familias o incluso para ciertas poblaciones pequeñas con historias muy recientes (y alto grado de consanguinidad), pero parece difícil que sea aplicable a las llamadas “razas”. Lo que King menciona con acierto como condicionante geográfico pasa fundamentalmente por “la vergonzosa asimetría en la distribución de riquezas a lo largo del eje Norte-Sur del planeta, que causa más enfermedades, más hambre y más muerte que cualquier condicionante genético”.
La evidencia biológica sobre la inexistencia de razas humanas resulta ser “políticamente correcta”. ¿Pero qué hubiera ocurrido si el secuenciamiento del genoma humano hubiera indicado que las razas existen, que los negros son genéticamente más parecidos entre sí de lo que se parecen a los blancos? ¿Se justificaría el racismo? No. El racismo es una posición política que no necesitó ni necesita de la biología para sustentarse, practicarse y servir de pretexto para esclavitud, invasiones y guerras. Sérgio Pena agrega: “Si la cultura occidental inventó el racismo y las razas, tenemos, ahora, el deber de desinventarlas”.
La ciencia, invento exclusivamente humano (los chimpancés no la practican), es una actividad no sólo inevitable porque está en la esencia de nuestro comportamiento, sino también generadora de pensamiento crítico, capital intelectual y capacidad tecnológica. Sin estos baluartes será imposible construir una sociedad más justa, más próspera y más independiente.
Una prueba flagrante de que el concepto de razas es fundamentalmente político, económico y cultural es la absoluta arbitrariedad en la definición de las siete casillas raciales utilizadas las oficinas de censo de los Estados Unidos desde el año 2000 y hasta hace poco. Según las autoridades, los habitantes de los Estados Unidos se clasifican en:
- indio americano o nativo de Alaska,
- asiático,
- negro o afroamericano,
- hawaiano o de otra isla del Pacifico,
- blanco,
- hispano o latino,
- ni hispano ni latino.
Basta leer con atención y un poco de imaginación para darnos cuenta de la escasa base biológica, si la hubiera, de esta ridícula clasificación. El actor cómico argentino Tato Bores (1927-1996) era famoso por sus monólogos desquiciados frente a la cámara de TV, en los que ironizaba a paso frenético sobre diversos aspectos de la realidad política. Uno podría imaginar lo que Tato hubiera dicho para remarcar lo absurdo de las siete casillas:
Un indio americano puede haber nacido o no en Alaska, pero es genéticamente más parecido a un asiático. Un toba es tan indio americano como un apache. Hay blancos hispanos y latinos, blancos hispanos no latinos, blancos latinos no hispanos y blancos ni hispanos ni latinos. Uno perteneciente a “otra isla del Pacifico” puede ser asiático. Un hawaiano puede ser negro o blanco. Los rusos blancos son asiáticos, los japoneses son asiáticos, los turcos son asiáticos y si no fuera porque Estados Unidos compró Alaska a Rusia por un millón de dólares, los habitantes de Alaska serían asiáticos. Un hijo de egipcios nacido en los Estados Unidos es afroamericano, pero no es negro. Un negro albino tiene la piel más blanca que teta de monja, y vaya uno a saber dónde se ubica a un chileno que haya nacido en la isla de Pascua, que, como todo saben, está en el Pacífico pero no es Hawai.
Inteligencia
Un debate estrechamente ligado al problema de las “razas”/etnias y la definición de lo heredado y lo adquirido en los humanos es el que gira en torno a la inteligencia. No existe una única definición de inteligencia, como tampoco existe un único tipo de inteligencia. Los llamados “coeficientes de inteligencia” (CI o IQ, en inglés) se obtienen mediante test elaborados por anglosajones, con parámetros culturales anglosajones, lo cual vicia el grado de universalidad y confiabilidad de su aplicación. Por otra parte, cuando fueron aplicados a individuos de distintas “razas” se pretendió asignar a los genes la responsabilidad de las diferencias encontradas en los promedios de CI, sin fundamento científico alguno.
Por ejemplo, es conocido que el promedio del CI de los negros de Estados Unidos es inferior al promedio del de los blancos del mismo país. El problema no consiste en desconocer esta realidad, sino en atribuir la diferencia a causas genéticas y omitir la insoslayable influencia del ambiente. Prueba de ello es que si se comparan los CI de los negros de los estados del Norte con los de los blancos de los estados del Sur, el promedio de los primeros resulta más alto que el de los segundos. Esto indica el ambiente cultural, educativo, familiar, tradicional, económico, industrial, urbano o rural, histórico, climático, etc. está influyendo con fuerza sobre el desarrollo de un cierto tipo de inteligencia, independientemente de los genes determinan caracteres superficiales como el color de piel o el rizado del pelo.
Esto no quiere decir que la capacidad de aprender y de razonar sea totalmente independiente de los genes. Es probable que la constitución genética de cada individuo sea determinante de su desarrollo intelectual, pero esa afirmación sólo puede aceptarse si se tiene en cuenta la siguiente premisa. En los humanos es mucho más difícil que en otras especies discriminar qué porción de un fenotipo dado es heredada y qué porción es adquirida. La incertidumbre radica en la posibilidad de diferenciar los porcentajes relativos, pero no en que esos porcentajes relativos realmente existan.
Por ejemplo, el gran músico Johann Sebastian Bach (1685-1750) tuvo veinte hijos (sí, 20), de los cuales cuatro fueron músicos destacados: Wilhelm Friedemann Bach (1710-1784), Carl Philip Emanuel Bach (1714-1788), Johann Christoph Friedrich Bach (1732-1795) y Johann Christian Bach (1735-1782). Unos podrán decir con convicción los cuatro heredaron alélicas) del padre que los predispusieron a la música (hipótesis determinista). Otros podrán afirmar con certeza que músicos porque se identificaron con él (hipótesis ambientalista o psicologista). No podemos discriminar si su capacidad musical fue consecuencia de haber heredado los genes de su glorioso papá o de haberse inundado desde la cuna y a lo largo de sus tiernas infancias de la maravillosa música que este interpretaba, del reconocimiento social y cultural que percibían que tenía su papá, en fin, del ambiente en el cual nacieron y se educaron. Aun si existieran variantes de genes que favorecieran y otras que desfavorecieran el desarrollo intelectual, no existe ninguna evidencia experimental de que las primeras estén particularmente concentradas en un grupo humano y las segundas en otro.
La verdad es que no lo sabemos y no tenemos manera de averiguarlo en forma experimental. Por lo tanto, cuando no se puede decir algo fundamentado, lo mejor es… no decir nada.
Ciertos estudios sobre el cociente intelectual en hijos adoptados, en los que se ha seguido a los padres biológicos, indican que, en promedio, los padres adoptantes tienen un cociente intelectual mayor que el de los biológicos. Esto muestra que, en la sociedad norteamericana -que es donde se realizó el estudio-, estos pertenecen a un nivel socioeconómico mayor que los que entregan a sus hijos en adopción y han tenido una educación formal mucho más conectada al tipo de preguntas que se hacen en los test de inteligencia. Es probable que los padres que entregan a sus hijos en adopción tengan una situación socioeconómica o cultural inferior que haga que no puedan afrontar la crianza de esos niños. Pero tal vez lo más importante son los datos que indican que el promedio del cociente intelectual de los chicos adoptados es mayor que el de sus padres biológicos y similar al de sus padres adoptivos. Esto indicaría que, en la adquisición de inteligencia, el factor ambiental es preponderante.
Sin embargo, si ordenamos de menor a mayor los CI de los hijos adoptados, se observa que este orden se correlaciona perfectamente con el de los CI de los padres biológicos. Aquí se podría concluir que hay un factor hereditario que está condicionando, no el valor exacto de CI, sino un rango con topes mínimo y máximo posibles, y que el ambiente generado por los padres adoptantes determina el valor dentro de ese rango. Podríamos criticar esto diciendo: “Y cómo sé que el componente “hereditario” es realmente hereditario y no congénito? ¿Cómo sé que esto no es una consecuencia de efectos del ambiente durante la vida intrauterina? En efecto, no existe hasta ahora, pese a las técnicas asistidas, ningún mamífero que haya nacido en un laboratorio y que haya pasado por el útero de una madre. Por lo tanto, en el caso de los humanos, esos nueve meses de vida intrauterina están sujetos a una serie de variables ambientales que influyen sobre el desarrollo del feto que se está generando dentro, desde la alimentación de la madre hasta el estrés y los traumas que pudo haber sufrido esa madre en su medio ambiente social y económico: si hubiera diferencias, no podría distinguirse con facilidad si son heredadas o simplemente congénitas.
[1] Paabo, S., Nature, 421, 2003, pp. 409-412.
[2] Noah, A. y otros, Science 298, 2002, pp. 2381-2385.
[3] King, M. C. y Motulsky, A. G., Science, 298, pp. 2342, 2002.